Perseverare diabolicum

 

Perseverare diabolicum

Las sociedades occidentales están sumidas en una seria crisis. Geopolítica, económica y también sociopolítica. Afecta de lleno a sus sistemas democrático liberales de gobierno, que se están degradando de forma progresiva por prácticas dudosamente compatibles con sus propios estándares. En el caso español, esa degradación reviste una forma peculiar y tradicional que se denomina exclusión y que ha sido el cáncer habitual de nuestro constitucionalismo histórico. Lo comentaremos.

Perseverare diabolicum
Luis Parejo

Pero antes, déjenme señalar algunos aspectos relevantes de la crisis actual, los que sirven para entender más claramente la reacción destructiva que se está produciendo en los sistemas democrático liberales. El primero de ellos es que la crisis se manifiesta como una de expectativas incumplidas, que son socialmente las más conmovedoras. Históricamente se sabe que las revoluciones no germinan en las situaciones de miseria y opresión estables, sino en los momentos en que un cambio positivo en el desarrollo intergeneracional se interrumpe o se invierte. La frustración de las expectativas es un caldo de cultivo ideal para movimientos tectónicos de los grupos humanos, y esa frustración se produce entre nosotros y, sobre todo, en la juventud que percibe que el sistema no podrá cumplir con ellos como sí lo hizo con sus mayores, y que la ideología del progreso constante no es cierta. El estado de bienestar encuentra muy difícil sostenerse porque sus propias condiciones de posibilidad se tambalean.

Este difundido sentimiento de haber sido estafados generacionalmente encuentra además un ambiente intelectual que podríamos resumir diciendo que la ética se ha vuelto incompatible con la facticidad. Crítica total a lo existente, pero desde unas utopías tan light que malamente se sostienen. Tiempos de helenismo y de sofistas después de la polis periclea, para entendernos. Cuando lo que en realidad necesitamos desesperadamente es inteligencia, una razón activa que sepa desentrañar los problemas y sus vías de encauzamiento más que dedicarse a la crítica inmisericorde de lo existente. Sobran ideas simples que cuestionan los sistemas democráticos existentes alegando su supuesta ineficacia en la resolución de problemas. Falso: piensen en cuántos inmigrantes y refugiados se agolpan en las fronteras de Europa y cuántos en las de China y Rusia. Pues eso.

Sobran también expediciones de búsqueda de soluciones al pasado y el recurso a lo sucedido en Europa en los años 30 del siglo XIX como contraejemplo para hoy. Vamos, lo de «cerrar el paso al fascismo», una fórmula que sólo tiene el valor de cortocircuitar desde su mismo inicio cualquier debate serio sobre lo que nos pasa. Los conceptos históricos tienen más fuerza cuanta más borrosidad e indeterminación acumulen, y eso le ocurre al de fascismo. Produce una movilización de los espíritus al tiempo que no explica casi nada. De forma que, enseguida de empezar a blandirse por la izquierda, sucede que el problema no es tanto el supuesto fascismo cuanto las políticas que se justifican en la resistencia frente a él. El antifascismo sin fascismo degenera la democracia en el que se practica. Y es que, como decía Tony Judt, «la democracia puede sucumbir ante una versión corrupta de sí misma mucho más que ante los encantos del totalitarismo, el autoritarismo o la oligarquía».

La forma de degradación típica en la historia patria desde 1812 es la exclusión. Consiste en echar al que se considera adversario (cuando no directamente enemigo) fuera del juego político y cultural conflictivo en el que consiste la esfera pública democrática, proclamando con más o menos rotundidad el principio guía de que «la democracia es para los demócratas», «la república, para los republicanos» o «la vida pública, para las fuerzas de orden». Su inspiración ideológica puede variar, pero su lógica es siempre la misma: excluir a quienes se considera inaceptables, se invoquen para ello las esencias nacionales, el orden existente, la república jacobina o la democracia auténtica. Igual que puede variar la armazón de la exclusión, sea la del «cordón sanitario», la persecución penal o el destierro.

Nuestro sistema se desplaza hoy aceleradamente por la pendiente del exclusionismo como método de política ordinaria, sustentado en tres patas: el populismo que define el núcleo de lo bueno por la identificación de los otros como apestados morales; un gobierno intervencionista que se considera capacitado para definir la «vida buena» para todos, y para fomentarla activamente como tal gobierno («paternalismo»); y la indiferenciación entre los ámbitos respectivos de la norma jurídica punitiva y de la opinión política.

La democracia es ante todo una agonía de intereses y opiniones dispares, de oposición entre irreconciliables visiones del mundo. No es un camino privilegiado para alcanzar una certeza común sustancial (una verdad), sino la forma en que las verdades de cada cual puedan pelear su lugar al sol sin sangre y respetando unas pocas reglas procedimentales. Entre ellas, las de la libertad personal, pues, como repetía Richard Rorty, «cuidemos la libertad y la verdad se cuidará por sí sola». Sí, pero es que hoy la falsedad se propaga como nunca antes debido a la tecnología, dicen los asustados (o los aviesos); da igual, respondemos, también lo contrario se propaga como nunca. El exceso favorece a todos.

Dicho de otra manera, el primer derecho que garantiza nuestra Constitución y cualquier otra democrática liberal es el de no estar de acuerdo con ella, decirlo en público y organizarse pacífica y legalmente para cambiarla.

En este sentido, va por buen camino la modificación de la ley penal para acabar con la sobreprotección penal del delito de blasfemia u ofensa a los sentimientos religiosos. Y va por muy mal camino el punitivismo histérico que considera que debe establecerse como delito defender al régimen franquista o proponer directamente la vuelta del país a algo similar (cosa que ninguna fuerza política con representación hace en el mundo real, aunque sí en el mundo nebuloso de los antifascistas). Va por muy mal camino la defensa frente a los discursos del odio consistente en prohibirlos y penalizarlos en todo caso (y no sólo cuando tengan un impacto social constatable capaz de suscitar agresiones probables). Los discursos del odio deben ser combatidos, cómo no, pero mediante otros discursos mejores y no mediante la represión de la libertad de expresión. Ni mediante la creación de autoridades con poder (directo o indirecto) para controlar y censurar su ejercicio. Porque, al final, la libertad de expresión está construida para proteger al que nos hiere y sacude con sus barbaridades y mentiras, no para garantizar lo que los justos ya pensamos.

El uso alternativo de las instituciones democráticas, consistente en ocuparlas y emplearlas para sostener la conveniencia del gobierno de turno, aunque ello requiera torcer su normal y libre funcionamiento; la proliferación de posibilidades para recompensar al personal adicto con puestos administrativos o parapúblicos, y su uso desacomplejado; el fomento de la polarización política de manera irresponsable e irreflexiva por el simple designio de hacer más y más difíciles las opciones de alternancia política; el abuso de la mayoría parlamentaria para crear normas poco pensadas y de cortísimo alcance... Todo ello no son sino manifestaciones de la política de exclusión.

En noviembre de 1933, perdidas por la izquierda republicana y el socialismo las elecciones populares, Manuel Azaña se fue a ver al todavía presidente del Gobierno Martínez Barrio para pedirle que no permitiera la reunión de las nuevas Cortes y convocara nuevas elecciones. Tal proceder era el correcto para él, pues la República no podía ser gobernada sino por los auténticos republicanos: «Por encima de la Constitución está la República y por encima de la República, el impulso soberano del pueblo». Política de exclusión en estado puro, si bien con una culpa atenuada por la inmadurez democrática.

En 2020 miembros relevantes del Gobierno expusieron públicamente que la misión de este es la de sentar las bases para que la derecha no pueda nunca volver a vencer en unas elecciones y gobernar. La misma política de exclusión. Que infringe la regla básica de la democracia (como señalan por ejemplo Kelsen o Bobbio) de que la mayoría de gobierno puede hacerlo legítimamente todo menos impedir que la minoría pueda llegar a serlo a su vez. Y aunque lo de nuestros gobernantes sólo sean ideas, y no tanto prácticas efectivas, la inspiración que las sostiene es de nuevo una recaída en el vicio nacional. Un perseverare diabolicum.

José María Ruiz Soroa es abogado y autor de Elogio del liberalismo (Catarata, 2018).


Este artículo, publicado originalmente en El Mundo, se reproduce al amparo de lo establecido en la legislación nacional e internacional (ver cobertura legal).

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